martes, 3 de noviembre de 2009

un bicho raro


(esto bien podría ser un fragmento de algo
... todavía no defino bien de qué)






(…) Giro mis dedos veloces sobre un boleto de colectivo, quiero romper el record del aburrimiento a las 4 de la tarde en lo más sórdido de un bar al que no tengo la menor idea de cómo llegué. Sobre un ventanal el nombre fileteado, escrito al revés de mis ojos, un rayo de sol que se escurre tímido por el ombligo que muestra sin vergüenza la letra “O” que bien puede ser de ombligo, de oro, de otoñal, de ornitorrinco y yo pienso de paso, mientras el sol me despeina o en realidad me despeino yo con los ojos fijos en el reflejo y en su fuerza atronadora de miradas, a quién se le dio por mezclar un pato con un castor y pienso sobre ese pensamiento, en lo lento que se prepara el café, la ceremonia Colombiana, el apuro del caracol y su camino baboso sobre una mesa en la que apuesto lo que queda en mi bolsillo, a que yo babearía más mientras me aburro y espero. Ahora bien, pienso de nuevo, no sé si estoy esperando algo que no pedí o tan sólo tengo recuerdos viejos de un tipo como yo ya sentado en esta misma posición sobre una mesa posiblemente igual a ésta y sin dudas, con la camisa también mojada por los 43 grados a la sombra del cemento patricio y mis papelitos que se despliegan sobre la mesa cuando espero entre otras cosas, al amor de una mujer, su cuerpo y su misterio. Y cuando digo amor, hablo de ese preciso instante en que uno no nota la maravillosa función de la química del cuerpo, de la sutil sinapsis en la que ciertas neuronas (previamente enamoradas) se disparan información entre ellas para que luego el cerebro en su parte más sensible y sabrosa termine por tallar en las paredes del inconsciente datos inútiles, pero no por ello hermosos, como ser la ropa que llevaba puesta esa primera vez la muchacha en cuestión o la facilidad con la que pronuncia nombres de ciudades que orillan el río Rin, arqueando levemente la lengua, formando un agujero negro, parecido al anillo de los Nibelungos y ni hablar de poner atención en la elasticidad que tiene una fracción de segundo cósmico comparado con el andar de sus piernas al caminar, sobre todo cuando se va. Y hablo de amor y me refiero directamente a ese instante en el que uno no nota lo mayúsculo y realmente supremo que explota en silencio entre libros de medicina y un croquis de los huesos del cuerpo humano, sino al momento en el que se cae en el lugar común de un tipo que suele doblar boletos cuando espera un café en algún bar, hablo de calores en la zona de la papada o bien transpiración acaudalada en las palmas de las manos, en los chivos de macho cabrío y sobre todo, en la zona etérea, allí donde la vergüenza se parece a una dama desnuda y con barba. Es en esa pose cursi, de amateur agitado, donde se nos trepa el amor por el árbol de lo imprevisible y se nos caen las hojitas, incluso la de Adán, como si fuera el mejor de los otoños, el más esperado por el calendario, el más marrón que las fotos pueden retratar. Y ahí va la daga, mortal, empedernida, llena de un perfume que tapa con su sábana al mismísimo Jardín Botánico y sus alrededores, y allí va, la ves, la veo, el dolor en forma de arrugas sobre la sábana cuando el día ya se hizo de día y cuando las notas en la heladera hablan en un idioma parecido a las escamas que abandonan la piel, al aliento en el espejo del baño que se desvanece, al humo del café mientras gira perdido en la inmensidad de la memoria del mozo que parece haber notado todas las mesas del bar menos la mía, en el veneno de… – De un ornitorrinco – decís con firmeza y revoleo los ojos con la boca en pausa abierta y mi dedo índice derecho relampagueando al nivel del mar de una pareja que se escabulle junto a la ventana que da a la calle Corrientes. Y puedo decir recién ahora que es Corrientes por la manera en que el sol se dibuja entre los edificios y por las mareas incesantes de peatones con cara de gente con corazón de melón y con más enero en la piel de cemento que todo el ejercito completo de mozos de bolichitos, fondas y barcitos de mala muerte sobre esta avenida que es una larga sombra, cuna de escritores, de putas, corridas nocturnas y anécdotas que han dado forma no sólo a la curva del tiempo sino también a la de mi boca que se percata de tu presencia, ahora al verte ahí parada casi invisible y con una florcita colgando de tu minúsculo par de dedos, y digo par porque me refiero a tus minúsculos pulgar e índice que aprietan ese tallo como si de ello dependiera la fuerza gravitatoria de la Tierra, como si al soltarlo se caigan todos los planetas sobre mi terraza destruyéndola y por ello tengamos una nueva y aburrida reunión de consorcio a la que seguramente no iría ni la mitad de mis vecinos. Y sigo doblando el boleto hasta que se vuelva una pelota de trapo o el propio Dios, o hasta que mis dedos sean las piernas de un corredor que se prometió cuando era niño cubrir la distancia entre Berazategui y Pekín, tan sólo por amor a las promesas o porque algún sponsor jugoso bancaba ese tipo de locuras. Y te acercas dos centímetros más hasta mi mesa – los ornitorrincos machos desprenden veneno de sus patas posteriores – sentencias. Y yo miro con delicadeza oriental mi origami improvisado con un boleto del colectivo 93 y pienso en todas las tardes, en todos los cafés, en todas las charlas, en todos los campeonatos apertura y clausura que espere una cachetada como ésta. Algo que me blandee por una ventanilla a 200 kilómetros por hora, velocidad en donde tu cara bien puede ser la postal del rincón más inhóspito de mi cerebro, generalmente donde se guardan las cosas que creo no recordar, como las fechas de cumpleaños de mis ex novias. Y creo que dijiste algo sobre un ornitorrinco y me rasco la cabeza mientras sonrío porque amo las coincidencias. – ¿Por qué me hablas de ornitorrincos linda? ¿me lees los pensamientos ahora? ¿acaso también estarás leyendo el piropito que te estoy por largar desde lo más profundo de la bragueta de mi corazón? – dije en tono canchero y pedante, dando a saber el vacío generacional que seguro nos separa, y ni hablar de ese desarraigo del barrio o del pueblo, cuando el estudio o la vida nos obliga a cambiar campo por asfalto, ilusiones por cuentas. Y ni hablar de esos dedos de niña grande que amanecen entre sus manos, apretando todavía ese tallito de flor agonizante que podría ser una metáfora hermosa de la rosa que cuidaba tanto le petit prince, como me gusta decir en mi Francés de Villa Urquiza, pero no, seguramente lo poético no se encuentre en ese delicado gesto o en mi velocidad para pintar retratos, sino en sus ojos, ahí debe permanecer como un animal herido la poesía, la más pura y concreta, la que es como la sangre espesa y derramada que marca el territorio de los que tienen hambre, de los zorros viejos, como yo.

– Me llamo Gala – me decís. Y yo pienso que Gala es un nombre hermoso. Y también pienso que me gustaría que vivamos un amor turbulento, que dure apenas un estornudo, un aleteo de colibrí, un pestañeo rápido a la defensiva de cualquier flash fotográfico, que sea de esos amores que te dejan en cama por semanas una vez que se terminan. Quiero hablarles a mis amigos sobre mis distintas victorias y sobre todo acerca de mi mejor derrota amorosa con Gala. No con Clara, ni con Laura, ni con Carito… con Gala. Ya sólo el hecho de pronunciar tu estoico nombre, me da un relámpago en el espinazo producto de la emoción o de un descuido de Zeus y sus derrapes en el Olimpo, porque pienso que la grandeza de los dioses también yace en la inmensa capacidad de cometer errores. Pero volviendo a tu nombre, a tu piedra filosofal, a tu escudo de armas, vuelvo a dejar en claro que el peso de esas cuatro letras combinadas cae sobre el cielo de mi acostumbrada lengua a decir los nombres de siempre. Siento tu nombre que me pisa los talones y todo el manojo de frases hechas que siempre me guardo en la manga, siento que quedo indefenso, venido al mundo por vez primera, en posición fetal, sietemesino. Y qué paradoja, creerte una Troyana de piel aceitunada, comiendo del vientre de tus enemigos, mandando al carajo a oráculos y a viejos sabios por igual, cagándote en las constelaciones y en los movimientos cíclicos de las mareas y verte ahí con tus ojos poblados de preguntas, como si fueran una tropa de arqueros listos para disparar, como si fuera la vez primera que hablas y tu primera palabra no sea papá ni mamá, sino ornitorrinco y me hables del veneno con tanta dulzura y cautela y ya no sé si esto lo estoy pensando de más o bien está pasando ahora en mi mesa mientras sigo esperando un café que en su ausencia me regaló a un ángel (…)



CONTINUARÁ...